lunes, junio 25, 2018
¡¡La presidencia es mía, mía, mía!!!!. Bartalomé Mitre. Doctor Alberto Lettieri
Más allá de las diferencias que separan a actores y fuerzas políticas que detentaron el Gobierno Nacional argentino tras la caída de Rosas, hay un punto en el que coincidieron a menudo y que constituye un claro indicador de la debilidad de la pasión republicana en nuestro país: la escasa predisposición de los presidentes salientes para realizar la transferencia del mando. También ha sido frecuente la negativa, rayana en lo patológico, de impedir la formación de un sucesor sólido dentro de su propio espacio político, prefiriéndose a menudo ceder el poder institucional a un opositor, a los fines de mantener el liderazgo partidario. El último de estos casos notorios ha sido el de Cristina Fernández de Kirchner. No ha sido por cierto el único. Otro hecho testigo, en las antípodas del universo político, fue el protagonizado por Bartolomé Mitre en las postrimerías de su mandato.
Corría el año 1867 y el padre de la Historia Oficial concluía penosamente su mandato presidencial. Los resultados de la Guerra de la Triple Alianza distaban de ser satisfactorios, mientras que las denuncias de corrupción en el abastecimiento de las tropas afectaban directamente al primer mandatario y sus testaferros. Ya que Mitre había imposibilitado el surgimiento de figuras con aspiraciones sólidas en su entorno, los candidatos que se postulaban con posibilidades no le respondían. Esto quedó evidenciado en la carta que Mitre escribió en el Campamento de Tuyú-Cué, en Paraguay, el 28 de noviembre de 1867, considerada como su “testamento político”. Allí descalificaba las candidaturas de Urquiza, Adolfo Alsina, Samiento, Manuel Taboada y Juan B Alberdi, y sólo manifestaba cierto aprecio por su Ministro y amigo Rufino de Elizalde, aunque destacaba que no contaría con el apoyo de un aparato oficial que ya no le respondía.
La campaña electoral fue agresiva, plagada de diatribas periodísticas ni los encontronazos callejeros. El Ejército también jugaría un papel determinante a favor de la postulación de Sarmiento, tanto por las presiones ejercidas desde el frente paraguayo, cuanto por la acción del General Arredondo, quien garantizó el respaldo de varias provincias. El crecimiento de la candidatura de Urquiza, considerada como “peligrosa” por la dirigencia porteña, obligó a Alsina a desistir de sus aspiraciones, para postularse como Vicepresidente del sanjuanino.
Las elecciones se realizaron el 12 de abril de 1868, verificándose graves irregularidades en Provincias que no apoyaban al sanjuanino: las actas electorales de Tucumán fueron “extraviadas”, y en Corrientes no hubo elección. Finalmente, el Colegio Electoral consagró su victoria con el 60% de los votos.
El 12 de octubre de 1868 se produjo el recambio de autoridades. Como la candidatura de Sarmiento no era precisamente popular, la Plaza de Mayo tuvo una asistencia muy raleada. En el Congreso Nacional, la situación no le resultaba favorable. Las barras estaban atestadas de activos participantes de la política porteña, en su mayoría mitristas. Una vez concretado el juramento de la fórmula presidencial, Sarmiento inició su discurso con algunas críticas a su predecesor, lo que motivó una rechifla infernal de los asistentes, que a partir de entonces provocaron intensos ruidos para evitar que se escucharan sus palabras. Aguijoneado por la reacción del público, Sarmiento abandonó el tono velado de sus conceptos para atacar explícitamente al ex Presidente Mitre y la “herencia recibida”: “Hemos recibido en herencia masas populares ignorantes… Una mayoría dotada con la libertad de ser ignorante y miserable, no constituye un privilegio envidiable para la minoría educada de una nación que se enorgullece llamándose república y demócrata”.
Una vez concluido su discurso, el sanjuanino debió dirigirse a la Casa de Gobierno. En la entrada lo esperaban unas 3.000 personas que le dificultaban el paso, esgrimiendo la consigna “¡Viva Mitre!”. No le fue mejor la ingresar al edificio. El Salón donde lo aguardaba el presidente saliente para entregarle los atributos presidenciales se encontraba repleto de jóvenes que le impedían el paso, subidos a las mesas, sillas y hasta a la chimenea. La recepción se completaba con otra señal de hostilidad: habían sido retirados los guardias y los policías, por lo que debía afrontar la situación librado prácticamente a sus fuerzas. Los jóvenes “hablan y gritan-nos cuenta Manuel Gálvez-. A cada rato se oye un estrépito de vidrios rotos, que algunos festejan con risotadas, aplausos o dicharachos.” Por fin, luego de un largo momento de tensión, el presidente Mitre solicitó a los asistentes que le abrieran paso al nuevo Presidente. “Después de mucho bregar, de recibir pisotones, codazos y empujones, (Sarmiento) logra acercarse a Mitre”, quien le entregó la banda y el bastón. Temiendo por su seguridad personal, el sanjuanino se retira casi a la disparada.
Más adelante, Sarmiento daría su propia versión de los sucesos: “Jamás se ha presentado espectáculo más innoble y vergonzoso”, herencia de “seis años de populacherío, de indolencia, de laxitud, de renuncia voluntaria a toda práctica, a toda forma”. Todo ha sido “pisoteado, atropellado, puesto en ridículo”, incluso la autoridad presidencial, que le tocó recibir “vejada y menospreciada”. “En país alguno el derecho y la dignidad del Gobierno han sido más ajados que en aquel acto solemne, si no en la Revolución Francesa.”
Luego de estas terminantes reflexiones, era de esperar que el gobierno de Sarmiento se destacara por su virtud republicana. Nada de eso. Recurrió a las intervenciones federales a mansalva y, no satisfecho con esto, propició sin éxito el cierre del Congreso en los dos últimos años de su gobierno, a los finde de “garantizar la gobernabilidad”. Justo él, que le había enrostrado a Rosas el mote de “tirano” por su pretensión de gobernar con la suma del poder público.
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